I
Entre las virtudes o defectos de la creatividad, se encuentra la capacidad de maquinar imágenes mentales con las mismas características de un recuerdo: hermosos ocasos frente a una ventana en los que se contempla el relumbrar de las plumas de las tórtolas, travesías por incisiones en el bosque donde se ocultan los nenúfares, fachadas coloniales coronadas con enredaderas de cerilla, multitudes dominadas en su trance por influencias musicales, cielos estrellados envolviendo las avenidas desoladas para competir con los faros de las aceras.
El repique de la última botella de cerveza deslizándose por el adoquín, impregnándose de los matices de las luces de neón, fue la llamada que le hizo abrir los ojos para escanear el panorama. Un vistazo que seguramente habría de entreverarse a futuro con el de otras noches decadentes del pasado o el presente.
Era de madrugada y ya todos se habían ido. Algunos que aun permanecían allí, al parecer, no volverían sino hasta medio día. Se podía deducir de sus cuerpos arrumados sobre los sillones entre el vomito y el vino desparramado; dormían tranquilamente gracias a las sustancias tan químicas, tan naturales, tan eclécticas, y gracias también, en menor medida quizá, a la firme creencia de que la vibración de los altavoces mantenía alejadas a las ratas y a las bestias.
Ah, la música: orden y ley de los desvencijados antros, norma de los pasos y los saltos.
Entonces, viéndose como el único en pie, pudo disfrutar de la sensación de tener nuevamente control sobre sus piernas para poder dirigirse hasta su casa. Dejó atrás aquello que desde su perspectiva era el invariable paraíso del olvido, la confusión y el anonimato, para hacerse a lo necesario y así poder volver a presentarse nuevamente frente a las puertas del infierno, como un digno esbirro del caos, renovado.
Atravesó la salida. La calle era el campo de juego de su lucidez: donde los perros sonreían y las hojas de los árboles en una masa compacta y lozana se prolongaban en espirales por debajo de los autos, los elevaban por los aires, el conjunto viajaba hacia el horizonte disipándose en el infinito. Al ver a los puddle en su alegría jadeante se contentaba con pensar que era el delirio de ellos, no el suyo. De repente, un arlequín histérico le salió al paso y lo miró fijamente por un breve instante, después comenzó a desplazarse erráticamente dando saltos, giros, pasos cortos y todo un arsenal de monerías a la par que recitaba casi gritando:
- Si no se va a ninguna parte se es una rata delimitando la margen.
Una rata ha muerto deambulando, sus recorridos son historia. De su piel impermeable solo quedan restos o vestigios en los picos de los buitres que desvistieron al nuevo demonio. Ha acumulado demasiada energía por mucho tiempo.
¿A donde ira con su caudal de amor y rabia? ¿Acaso las palabras ya no salvan? ¿Quién es? ¿A dónde va? ¿Qué está haciendo? Ya no puede evadir la pregunta ni el hecho de no poder responder a todo, aun le pesa el carcelero y el policía que van arando la ruta de escape desaforada y esquizofrénica.
¡La rata muerta! esclava de la ley omnímoda de sí misma, ¿adonde ira su egoísmo cuando muera en los oídos de la gente? ¿A los latidos? ¿A la repulsa?
Al lado oscuro de la rata muerta en el que habitan las fantasías sublevadas poco le importa, al lado oscuro solo le basta otro tanto de represión para ser el psicópata que siempre quiso ser: respetuosa de la vida y las malas costumbres.
Está ahí, levitando, en medio de la esfera celeste de luciérnagas y estrellas, arropándose con el retazo más oscuro del horizonte.
Si amara a alguien sería más fácil, a riesgo de ser la muerta viviente, la esclava patética que odiamos todos.
Pero en fin, la vida sin riesgos no es para la rata muerta-.
El soliloquio del payaso ocasional le avivó la razón y la resaca.
-Las religiones también son publicitarias, la publicidad con su puta más artificiosa, la imagen, captando adeptos. No hay mejor manera de ser una mercancía que renunciando a la conciencia-. Pensaba.
Siempre se le oía decir que esa era una de las razones por las que eligió mirar el asfalto y delirar, antes que confrontar a los hilos de la manipulación que anegaban el paisaje en un constante crecimiento vertical y horizontal, invadiendo el espíritu de las gentes, o mejor aun, desgarrándoselo.
De hecho hablaba muy poco, si pasabas un periodo de tiempo con él podías pensar que era mudo; por lo general solo gritaba a su compañera la noche cuando se daba la oportunidad de consumar su interdependencia de ebriedad mágica.
Al llegar a su casa, la novedad, bienaventurada asesina de la monotonía, le deparaba otro pedazo de techo sobre la baldosa opaca. Atravesó los restos pantanosos sin detenerse.
…Sonó el teléfono.
Al otro lado del muro Juana se despertaba con una mueca de fastidio, el sonido del teléfono de su vecino reemplazó al de su despertador.
Era domingo, la luz del sol fue un breve lapso que antecedió a la lluvia, el granizo y las ventanas junto con la fricción de las persianas de la puerta, y otros tantos elementos que hacían su entrada de manera impredecible, conformaban una percusión asimétrica; en el segundo piso la anciana solterona cantaba a viva voz el único bolero que podía recordar.
A Juana le bastaba con tener oídos para reorganizar en su cabeza la banda sonora de sus acciones, las cuales efectuaba de manera histriónica cada que tenia la oportunidad de hacerlo: operas íntimas, efímeras e irrepetibles.
Las maromas gastronómicas de la mañana dieron paso a un momento de lectura, un pequeño libro de cuentos, escritos al estilo de Hitchcock, era lo que hojeaba en el momento en que su puerta fue abierta de manera estrepitosa; muda en su asombro no tuvo más opción que escuchar atentamente, al borde de una crisis nerviosa, a la mujer que había invadido su destartalado departamento. La inesperada intrusa aparentaba tener alrededor de unos cincuenta años, le dijo a Juana con voz calmada que estaba huyendo de la policía, de dos oficiales que aparecieron de la nada mientras le daba una golpiza a un borrachín que pretendía atacarla. –El tipo ya estaba muy lejos de tener un buen semblante, y por estos lados los policías no preguntan-. Finalizó así su relato mientras se dirigía a servirse una taza de chocolate ante la atónita presencia de Juana.
La soledad, el aislamiento y la pasividad, son los compañeros de las aventuras más osadas e impulsivas. Juana, a pesar de su edad y belleza, no era una mujer precisamente sociable por lo que su estado de sorpresa le dio paso a una sensación de bienestar, casi de absoluta relajación: liberó sus músculos, esbozó un gesto de tranquilidad; se dispuso a disfrutar de la compañía de su invitada mientras escuchaba el silbido del aire que atravesaba la puerta aun abierta. Ambas mujeres conversaron hasta las seis de la tarde de ese domingo, en un clima de absoluta confianza.
Tras despedirse, la mujer mayor comprobaba la hora en su nuevo reloj de bolsillo mientras cruzaba la calle, con la sonrisa que a veces resulta de contemplar una mal habida adquisición.
Era media noche. Pocos podían conciliar el sueño. Juana parada frente a la ventana movía la lengua, le gustaba pensar que saboreaba la adrenalina. Mientras tanto su vecino robaba un automóvil bajo la seguridad de la penumbra, no había un fin comercial de por medio solo necesitaba llegar a algún sitio. A la bella Juana le hubiera gustado acompañarlo, él por su parte esperó un momento para encender el auto: le hubiera gustado que lo acompañara una chica.
Juana en la ventana cerró los ojos para disfrutar intensamente de los sonidos de la escena, él por su parte con la mirada perdida construyendo una nueva quimera. Cuando pudo salir de su ensimismamiento aceleró a fondo, y ambos inmersos en el chirriar de los neumáticos naufragaron en su particular éxtasis.
Observando los pliegues de su vestido que relumbraban ante la luz de la luna, Juana en su insomnio recordó que el teléfono y su ronroneo agudo eran el único eslabón de la relación con el ladrón, relación que se había hecho perceptible para ella a partir de ese momento, y cobraba con cada segundo en su delirio una importancia mayor. Este fue quizás el motivo por el que forzó la cerradura de la puerta. No fue difícil, dos manzanas a la redonda se mantenía en pie gracias a los enigmas de la podredumbre.
El apartamento estaba amoblado con una cama y dos sillas, no se detuvo a fisgonear en detalle; avanzó hacia el teléfono al ritmo los chasquidos de un ratón que despedazaba una bolsa de cereal: hizo unas cuantas reverencias, giros y saltitos, mientras sonreía alegremente ante las variaciones arrítmicas de los colgajos y tablas flojas que agitaba el aire; finalmente valiéndose de un martillo que levanto del suelo con un protocolo de movimientos, profundizó una abertura cerca de la línea telefónica hasta atravesar la pared, no se contentó con hurtar la conexión, también se llevó el teléfono hasta su casa, lo ubicó en la mesa de noche, al lado del suyo.
A las diez de la mañana del lunes el ladrón de autos se hallaba al pie de un río contemplando el caudal agitado, introdujo su brazo en el bolsillo de la chaqueta y sacó una fotografía. Contemplando la imagen pronunció para sí:
-Puedo revestir a los muros y su miseria con lapislázuli, mármol y oro.
Si pudieras recorrer mis ideas…
Ya no me interesa abrirte la puerta de mis imágenes.
Segundos después, sintió como algo se abría paso por su pelo hasta tocar suavemente su cuero cabelludo. Giró rápidamente, alguien le apuntaba con un arma. Miró fijamente a su asaltante y le dijo: -…Hagas lo que hagas vas a desperdiciar una bala-.
Augusto hablaba por celular mientras conducía, parecía confirmarle a un superior que había recuperado el auto.